Comienzo con una foto significativa de la indolencia que caracteriza al grupo:
Y aquí quedan el resto de las fotos que hice:
Text i narració de Juanjo. Val la pena
PUIG CAMPANA 7 DE DICIEMBRE DE 2009
PREÁMBULO
(que los lectores apresurados pueden saltarse sin sonrojo y continuar en la página 3, donde pone ASCENSIÓN)
Madrid es una ciudad de mas de cinco millones de habitantes, según las últimas estadísticas, con una marcada y tradicional querencia por la costa mediterránea, al menos desde que don Santiago Bernabeu dio en veranear en Santapola. Yo soy del Atleti, y los del Atleti pasamos de todo, pero desde que tengo memoria he viajado en esa dirección, así que la querencia por la costa debe tener raíces más profundas que las futbolísticas. Quizás sean los genes. La pequeña historia familiar habla de un abuelo nacido en Liétor, provincia de Albacete, con una marcada afición por el mar. Valencia y Alicante fueron sus ciudades.
Al principio los viajes desde la meseta era épicos e interminables. Recién superados los últimos coletazos de la resaca que toda guerra deja tras de sí y en medio de los festivales de Eurovisión y de una pertinaz sequía, la familia numerosa en la que abrí los ojos se embutía a principios de Julio en uno de los primeros símbolos del desarrollismo: el Seat 600. El vehículo era un icono, pero esta condición no impedía que se calentara a modo en las cuestas y también en el llano, pero era un icono muy práctico: bajo el asiento del copiloto -invariablemente una madre con un pañuelo en la cabeza anudado en la sotabarba- podías meter la olla exprés y en el resto del espacio, hábilmente distribuídos, cabían varias abuelas, la jaula del jilguero, el patito de goma y la colchoneta de playa. Viajar de aquella manera dejaba en pañales el desplazamiento de cualquier héroe clásico, de esos que ganan una guerra y lloriquean durante diez años porque lo que ellos quieren de verdad es dejar tanta violencia estéril que sólo engendra violencia, y regresar a casa para cenar y ver la tele en pantuflas. Aquellos viajes por una carretera rectilínea que atravesaba la llanura junto a los hilos del teléfono sí que eran épicos e interminables. Ocho o nueve horas en un espacio reducido, con el sol de julio sobre la cabeza ponen a prueba cualquier convivencia. Aquello sí que eran familias, y no lo que hay ahora, que saltan en pedazos por un quítame allá esas pajas.
El viaje a la costa había que hacerlo por etapas. Una de ellas era a mitad de camino, en La Roda, donde un buen samaritano había abierto un bar al que había llamado Casa Juanito. En ese lugar se salvaba la vida, fundamentalmente con un mítico bocadillo de chorizo frito y una cocacola. Los miguelitos de postre te trasladaban a la antesala del paraíso. Poco duraba el éxtasis, pues sin solución de continuidad se cerraba tras de ti la puerta, abrías la del coche y regresabas ipso facto al infierno de la carretera.
El el Levante de mi memoria hay bastante humedad, un calor africano y playa a todas horas. También paellas en el chiringuito, castillos de arena y siestas que sólo dormían los adultos. Afortunadamente el tiempo es un masai que nunca descansa y aquello pasó. Al hacerme mayor descubrí que el Levante no era sólo una delgada línea de playa. Hacia el interior también había provincia. Los veranos en familia habían pasado a mejor vida y ahora, pertrechado con una mochila de lona y una tienda de campaña sustraída a la O.J.E. Y llena de remiendos, visitaba a las novias madrileñas que veraneaban en la costa. Una de ellas veraneaba en Benidorm. Allí, entre cervezas y tiernas palabras a la luz de la luna, descubrí a lo lejos el Puig Campana. ¡Una montaña mellada! Ahí es nada. Alguien me contó la leyenda de su peculiar forma. Mejor dicho, las leyendas. Una versión hablaba de un gigante que, cabreado por alguna razón desconocida, seguramente había llegado a casa y la cena no estaba preparada, le había dado una patada a la cumbre y le había arrancado un trozo.
-El pedazo es la isla de Benidorm, -me decía mi amada mientras yo le besaba la oreja, o el cuello, o cualquiera otra región de su voluptuosa geografía.
La otra versión debía haber llegado con alguna de las innumerables oleadas de guiris que se hinchaban de sangría y contribuían con sus divisas a equilibrar la balanza de pagos. Decía esta historia que la caries de la la montaña se debía al aterrizaje de una nave extraterrestre que se había posado en la cima y había derretido el trozo con su pie cuadrado e incandescente. Lo del gigante estaba bien, pero lo de la nave extraterrestre también molaba. No sé si alguna vez un grupo de pirados se ha subido a la cima para esperar la llegada de nuestros hermanos de otras galaxias, pero si no lo han hecho, deberían hacerlo. Andaba yo por aquel entonces utilizando los ratos libres que me dejaban las prácticas amorosas leyendo libros esotéricos, ya sabéis, Carlos Castaneda, pirámides orientadas según el eje de la tierra, calendarios mayas que predicen al apocalipsis, viajes astrales a monasterios tibetanos y ovnis pilotados por ángeles, lo que le daba a la leyenda un interés añadido.
Fue entonces cuando decidí que quería subir a la montaña. Por diversas razones que no vienen al caso la ascensión se ha demorado treinta y dos años, pero ya se sabe que el tiempo no existe. La sensación de que pasan las horas es una fantasía para cantar boleros y un invento de los suizos, que son expertos a la hora de vender neutralidad y relojes.
LA ASCENSIÓN
El caso es que el lunes pasado subí. ¿A qué viene entonces todo el rollo anterior sobre la infancia y las novias? Pues la verdad es que no lo sé, pero a lo mejor contribuye a crear ambiente, como esas lámparas de luz indirecta, que no alumbran un carajo pero que quedan muy estilosas en un rincón del salón. Como os decía, el lunes pasado subí al Puig Campana, y es que en esta vida todo llega si uno vive lo suficiente. Sólo hay que trabajar para conseguirlo y tener buen cuidado de no morirse antes de tiempo, al menos antes de haber visto cumplidos el noventa y siete por ciento de lo sueños.
Subir una montaña siempre es una pasada. Hay montañas más altas, más bajas, más estilizadas, más chatas, en un continente o en otro, pero para mí todas son la misma montaña. Esto de subirme a lo más alto también viene de pequeño. Me subía a los árboles -y me caía como fruta madura- me subía a la azotea de mi casa, me cogía en tren de Cercedilla y me subía a la sierra. Debe ser que siempre he tenido vocación de Moisés subiendo al monte Sinaí para entrevistarse con Dios.
Las montañas, todas las montañas, son la casa de Dios, que tiene la ventaja de que como está en todas partes, también está en las cimas, en el bolsillo de la camisa y en el fondo del mar. Moisés subió, vio a Dios y al bajar cuentan que le resplandecía la cara. De lo que hablaron no se ha filtrado nada. A algunos humanos les resplandece el cuerpo después de practicar el sexo, lo que me lleva a pensar que a lo mejor Moisés subió a echar un polvo y luego se inventó todo eso de los mandamientos para justificarse ante la parienta, aunque en las Escrituras no consta que estuviera casado. El que sí lo estaba y con un mal bicho era Sócrates, pero conviene no confundir personajes de diferentes épocas y de distintas culturas.
La ascensión al Puig Campana se inicia se inicia donde a uno le dé la gana -otra de las ventajas de las montañas- y nosotros la empezamos en Finestrat, pueblo de nombre misterioso que suena a Finisterre, pero que seguramente no tiene nada que ver. En todos los pueblos hay un bar para madrugadores y montañeros. Lo encontramos, y mi hijo y yo nos comimos unas tostadas con aceite, que es un clásico de los desayunos. En el bar de al lado vimos a Inma y a sus amigos. (Entre paréntesis, después del Kilimanjaro mi hijo Juan Miguel había jurado por lo más sagrado no volver a acercarse a una pendiente de más del cinco por ciento, pero la montaña es tan adictiva que hace que se te olviden los juramentos proferidos en momentos de obnubilación). Salimos en coche hacia el lugar de encuentro y nos perdimos. Y es que los de Madrid mucho rollo de que vamos sobrados pero en cuanto nos sacan de la Cibeles no damos pie con bola. Subsanado el error gracias a la tecnología telefónica, subimos los coches en fila, aparcamos y a prepararnos. En un grupo de más de diez personas están presentes todos los comportamientos humanos. Hay quien se equipa como si fuera a participar en un programa de supervivencia en condiciones extremas y quien mete una botella de agua en una bolsa del Caprabo y hacia arriba. Hay quien cuida la estética y pasa horas conjuntando su indumentaria en Decathlon y quien sube con las botas con las que hizo la mili, una camiseta con el pato Lucas descolorido y en bañador. En la variedad está la diversión y si fuéramos todos iguales sería bastante aburrido.
El primer tramo transcurre entre pinos. Al principio las glándulas suprarenales bombean adrenalina y el aliento está intacto, así que las conversaciones y las bromas son constantes. Que si te pesa mucho una parte de tu anatomía, que me cuentes cómo pasaron el invierno los indios arapajoes, que no me enteré muy bien el otro día. Acabamos de salir y ya hay hambre, así que también se habla de parar a almorzar. La longaniza tiembla en los macutos. Por unanimidad decidimos para al pie de la Pedrera. Tras el almuerzo reiniciamos la marcha y el grupo se va disgregando. El esfuerzo obliga a ahorrar aliento y cada uno se va metiendo en sí mismo. Antes o después todos nos hacemos la pregunta fatídica: ¿Qué xxxxxxx estoy haciendo yo aquí? Cada uno sube a su ritmo, como debe ser. Vamos todos juntos pero luego cada cual establece su propia relación con la montaña y consigo mismo. Vas con los demás, pero como dijo no sé quién -creo que fue Tolstoi- hay un estado de conciencia en el que estás solo, y este estado de conciencia es el que aflora en la ascensión. La vida es atractiva por su fascinante complejidad, que al mismo tiempo es de una asombrosa simpleza, y que nadie pregunte qué quiere decir eso porque no lo sé.
En la pedrera adelantamos y somos adelantados por otros grupos. Surgen espontáneamente los guías. Si baja alguien, la pregunta es inevitable: ¿Falta mucho? Un kilómetro y medio. Vayamos a donde vayamos siempre estamos a un kilómetro y medio de nuestro destino.
“Por la derecha”. “No, por la izquierda hay menos piedra”, dicen los guías. Inútil. En una pedrera todo es piedra desprendida, así que resbalando hacia arriba. Nada que merezca la pena se consigue sin esfuerzo.
A su tiempo debido llegamos al collado y nos reagrupamos. La montaña mellada no es tal. Sólo es un efecto óptico. Y es que algunas cosas no son lo que parecen y hay que andarse con cuidado. Aún queda un rato hasta la cima y algunos remolonean, conversan, beben, comen. No parece que haya muchas ganas de continuar, así que me adelanto. El camino es mucho más suave. A la derecha, el mar, a la izquierda, las montañas. Una pasada. A un lado y al otro las formas se van difuminando en una escala de azules. Esto es algo que no se ve tumbado en el sofá de casa o sentado en el Pans&Company del centro comercial. La senda sube suavemente por la solana hasta la cima, que está ocupada por grupos de montañeros que hablan raro. Son los guiris. Da igual. Siempre que llego arriba soy el primer ser humano que ha llegado y mis ojos son los primeros que contemplan el paisaje. Abajo está Calpe, Altea, Benidorm, La Vila. Los pueblos costeros de mi infancia y adolescencia vistos desde arriba. Me como el bocadillo de tortilla mientras miro a derecha e izquierda buscando inconscientemente un despegue para el parapente. Ése es otro de mis sueños. Subir caminando y bajar volando. Todo se andará y se volará. Llegan los demás y volvemos a comer. Es una comida espectáculo pues alguien hace un striptease parcial, y ya se sabe que el erotismo está en la intermitencia.
No hay mucha sobremesa. Los días son cortos y hay que bajar antes que se haga de noche. La senda de la umbría es una pasada. Atravesamos la zona incendiada que empieza a regenerarse y llegamos al coche. El cuerpo cansado y el espíritu limpio. El Puig-campana es historia. La mejor montaña siempre es la próxima.
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